ESTUDIO SOBRE LA PARABOLA DEL BUEN SAMARITANO LUCAS 10,25-37
enero 14, 2021
El
hombre que fue golpeado
La parábola dice muy poco acerca del
primer personaje, el hombre que fue golpeado y robado; pero nos proporciona un
dato crucial. Le quitaron la ropa y quedó medio muerto, en el suelo,
inconsciente, habiendo sufrido una fuerte paliza.
Es significativo porque en el siglo I
la gente era fácilmente identificable por su modo de vestirse y por su idioma o
acento. En tiempos de Jesús, Oriente Medio estaba gobernado por los romanos,
que hablaban latín. La región estaba helenizada, es decir, tenía una gran
influencia griega. Había numerosas ciudades griegas, y el griego se hablaba
mucho. Los eruditos judíos hablaban hebreo, mientas que los campesinos judíos y
la gente común y corriente de toda la región hablaba arameo. Por eso,
escuchando hablar a alguien se podía identificar quién era.
Como el hombre que había sido
golpeado no llevaba ropa, era imposible saber su nacionalidad. Como estaba
inconsciente y no podía hablar, resultaba imposible determinar quién era o de
dónde era. Ya veremos que ese es un elemento clave de la parábola.
El
sacerdote
El segundo personaje del relato es el
sacerdote. Los sacerdotes judíos de Israel constituían el clero que servía en
el templo de Jerusalén. Dentro del clero había una jerarquía. Primero estaba el
sumo sacerdote, después los principales sacerdotes. El jefe de la guardia del
templo era el más importante de los principales sacerdotes, y por debajo de él
había sacerdotes que hacían de tesoreros del templo, o de supervisores del
templo, o que se encargaban de los sacerdotes ordinarios.
Los sacerdotes ordinarios eran los
que servían en el templo durante una semana cada 24 semanas; o sea, que en un
año cada sacerdote servía en el templo en dos ocasiones, cada una de una semana
de duración. Muchos también servían en el templo durante las tres festividades
principales del año; por tanto, algunos sacerdotes ordinarios trabajaban en el
templo cinco semanas al año.
Se calcula que había unos 7.200
sacerdotes en Israel en aquel tiempo, todos ellos de la rama de la tribu de
Leví que descendía de Aarón, el hermano de Moisés.
No todos los sacerdotes vivían en
Jerusalén; muchos vivían en Jericó, una ciudad cercana, o en otras ciudades
repartidas por Israel. Por tanto, los que no vivían en Jerusalén tenían que
desplazarse allá de dos a cinco veces al año.
Por lo general, los sacerdotes eran
vistos como de clase media, aunque había muchos de clase alta. Algunos poseían
grandes riquezas y eran considerados como la aristocracia del país. Por otra
parte, algunos eran pobres. Muchos tenían un oficio, o trabajaban como escribas
durante la mayor parte del año, cuando no estaban sirviendo en el templo.
No se nos da detalles sobre el
sacerdote de este relato; pero los que oyeron a Jesús contar esta parábola
debieron de suponer que regresaba a su casa en Jericó tras haber estado una
semana sirviendo en el templo.
El
levita
El tercer personaje de la parábola es
el levita. Si bien todos los sacerdotes eran levitas, no todos los levitas eran
sacerdotes. Aun así, los levitas que no eran sacerdotes desempeñaban una
función en el templo. Eran considerados el clero bajo, de una categoría
inferior a la de los sacerdotes. Al igual que los sacerdotes, servían en el
templo dos semanas al año, en dos épocas diferentes. Se calcula que había 9.600
levitas que servían en el templo a lo largo del año.
Había cuatro levitas que tenían un
puesto permanente en el templo: el músico principal, el director del coro, el
portero principal, y el que supervisaba a los levitas que servían en el templo.
Algunos levitas eran cantantes y músicos.
Otros hacían de criados en el templo: a su cargo estaba la limpieza y
conservación del templo, y ayudaban a los sacerdotes a ponerse y quitarse sus
vestiduras. La policía del templo también estaba conformada por levitas.
Montaban guardia en las puertas y en el patio de los gentiles, y en la entrada
de los lugares a los que solo se permitía ingresar a los sacerdotes. También
realizaban detenciones y aplicaban castigos siguiendo instrucciones del
Sanedrín, el tribunal judío de la época.
Lo lógico habría sido suponer que el
levita en el camino de Jericó regresaba a su casa después de una de sus semanas
de servicio en el templo de Jerusalén.
El
samaritano
Los samaritanos eran un pueblo que
vivía en Samaria, una zona de colinas limitada al norte por Galilea y al sur
por Judea. Aceptaban los cinco libros de Moisés, pero consideraban que Dios
había escogido el monte Gerizim como lugar de culto, en vez de Jerusalén.
En el año 128 a. C., el templo
samaritano del monte Gerizim fue destruido por el ejército judío.
Entre el año 6 y 7 d. C., unos
samaritanos esparcieron huesos humanos en el templo judío, con lo que lo
profanaron. Esos dos sucesos contribuyeron a la profunda hostilidad que había
entre judíos y samaritanos.
Dicha animosidad se evidencia en el
Nuevo Testamento, que cuenta que los judíos de Galilea que viajaban hacia el
sur, a Jerusalén, con frecuencia daban un rodeo para no pasar por la región de
Samaria. Eso significaba recorrer 40 kilómetros más y representaba dos o tres
días más de viaje. La ruta era mucho más calurosa, e incluía una empinada
cuesta para ir de Jericó a Jerusalén; pero muchos consideraban que valía la
pena para evitar todo contacto con samaritanos.
Una vez que Jesús iba de Galilea a
Jerusalén pasando por Samaria, los samaritanos no quisieron recibirlo, porque
sabían que se dirigía al templo de Jerusalén. Esa es una muestra de su
resentimiento y hostilidad contra los judíos y su templo. En esa misma ocasión,
el rencor de los judíos hacia los samaritanos se hizo patente cuando los
discípulos de Jesús, ofendidos porque los samaritanos no quisieran alojarlo, le
preguntaron si debían mandar que cayera fuego del cielo para destruirlos.
Cuando un judío quería insultar a
otro, lo llamaba samaritano. Se lo hicieron una vez a Jesús cuando
le dijeron: «¿No decimos con razón que Tú eres samaritano y que tienes
demonio?»
Fue en ese ambiente de hostilidad
cultural, racial y religiosa que Jesús contó la parábola del buen samaritano.
El
intérprete de la Ley
El último personaje es el intérprete
de la Ley. Aunque no forma parte del relato, fueron las preguntas que le hizo a
Jesús las que dieron pie a la parábola. Sin el diálogo entre Jesús y el
intérprete de la Ley, la parábola queda fuera de su contexto original, y se
pierden elementos significativos.
En la época del Nuevo Testamento, los
intérpretes de la Ley eran escribas. Eran expertos en la ley religiosa,
intérpretes y maestros de las leyes de Moisés. Estudiaban las cuestiones más
espinosas y sutiles de la Ley y emitían su opinión. Eran tenidos en gran estima
por sus conocimientos. Como muestra de respeto, la gente se levantaba cuando
les hacía una pregunta.
A menudo tales maestros entablaban
con otros maestros y rabinos debates y discusiones sobre cómo debían
interpretarse y entenderse las Escrituras. Puede que este intérprete le
planteara a Jesús sus preguntas con la intención de iniciar un debate. Quizá
también lo hizo porque tenía inquietudes espirituales.
La
parábola
Ahora que conocemos mejor a los personajes,
veamos lo que sucedió cuando un intérprete de la Ley le hizo a Jesús unas
preguntas en Lc 10, 25.
Cierto intérprete de la Ley se
levantó, y para poner a prueba a Jesús dijo: «Maestro, ¿qué haré para heredar
la vida eterna?»
El intérprete de la Ley se paró al
dirigirse a Jesús y lo llamó «maestro». En otros pasajes de los Evangelios, se
lo llama «rabí», que era el tratamiento que se daba a los maestros religiosos.
El intérprete de la Ley reconoce que Jesús es un maestro y lo demuestra, no
solo llamándolo así, sino también poniéndose en pie al hacerle su pregunta.
La cuestión de cómo alcanzar la vida
eterna era motivo de debate entre los eruditos judíos del siglo I, y se hacía
particular hincapié en el cumplimiento de la Ley como forma de ganarse la vida
eterna. Es posible que el intérprete de la Ley estuviera buscando pruebas de
que Jesús negaba que había que observar las leyes de Moisés.
Y Jesús le dijo: «¿Qué está escrito
en la Ley? ¿Qué lees en ella?» Respondiendo [el intérprete de la Ley], dijo:
«Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu
fuerza, y con toda tu mente, y a tu prójimo como a ti mismo».
Como se aprecia en los Evangelios,
eso era justo lo que Jesús había estado enseñando; quizás el intérprete de la
Ley se lo había oído decir. Su respuesta estaba tomada de dos pasajes de las
Escrituras: Lv 19,18 y Dt 6,5.
No te vengarás, ni guardarás rencor a
los hijos de tu pueblo, sino que amarás a tu prójimo como a ti mismo. Yo soy el
Señor.
Amarás al Señor tu Dios con todo tu
corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza.
Jesús le dijo al intérprete de la Ley
que tenía razón, que debía hacer eso, que debía cumplir ese principio de amar a
Dios con todo su ser y amar a su prójimo.
En su siguiente frase, el intérprete
de la Ley está buscando la forma de justificarse ante Dios. Justificarse ante
Dios significa ponerse bien con Él, salvarse. El hombre quiere saber qué es lo
que tiene que hacer, qué obras, qué actos debe realizar para justificarse, es
decir, para merecerse la salvación.
Pero queriendo [el intérprete de la Ley] justificarse a sí mismo, dijo a Jesús: «¿Y quién es mi prójimo?»
El intérprete de la Ley entiende que
puede amar a Dios cumpliendo la Ley; pero eso de «amar a su prójimo» le parece
un poco vago o confuso. Así que quiere saber quién es su prójimo, a quién
concretamente tiene que amar. Sabe que en la categoría de «prójimo» están los
«hijos de su pueblo», como dice el versículo de Levítico; en otras palabras,
sus paisanos judíos. Pero ¿hay otros? Los gentiles no eran considerados
«prójimos», aunque en Lv 19,34 dice:
El extranjero que resida con ustedes les será como uno nacido entre ustedes, y lo amarás como a ti mismo…
O sea, que se podría argumentar que
si un extranjero viviese en la ciudad del intérprete de la Ley, sería también
tu prójimo. Entonces, sus prójimos serían probablemente sus paisanos judíos y
todo extranjero que viviera en su ciudad. Cualquier otro desde luego no sería
su prójimo, y menos los detestados samaritanos.
Es en respuesta a la pregunta:
«¿Quién es mi prójimo?» —en otras palabras, a quién tengo que amar— que Jesús
cuenta la parábola.
Jesús le respondió: «Cierto hombre
bajaba de Jerusalén a Jericó, y cayó en manos de salteadores, los cuales
después de despojarlo y de darle golpes, se fueron dejándolo medio muerto».
La distancia hasta Jericó era de unos
27 kilómetros, en bajada, desde Jerusalén, que está a unos 800 metros de
altitud, hasta Jericó, a 240 metros por debajo del nivel del mar, por un camino
que tenía fama de peligroso a causa de los ladrones. En Oriente Medio, lo
normal era que los bandidos golpearan a sus víctimas solo si estas se
resistían; probablemente eso fue lo que hizo el hombre en cuestión, pues le
quitaron la ropa, lo golpearon y lo abandonaron en el camino, inconsciente,
medio muerto. «Medio muerto» equivale a lo que los rabinos llamaban «próximo a
la muerte», es decir, «a punto de morir». Si bien era imposible saber la
nacionalidad del hombre, dado el contexto y el desenlace del relato los
primeros oyentes muy probablemente se imaginaron que ese hombre a punto de
morir era judío.
Por casualidad cierto sacerdote
bajaba por aquel camino, y cuando lo vio, pasó por el otro lado del camino.
Es probable que el sacerdote volviera
de una de sus semanas de servicio en el templo. Por su categoría social,
seguramente iba montado en un burro y podría haber llevado a Jericó al hombre
herido. El caso era que no tenía forma de saber quién era, o de qué
nacionalidad era, puesto que estaba inconsciente y además desnudo. La ley
mosaica obligaba al sacerdote a ayudar a un compatriota judío, pero no a un
extranjero, y dadas las circunstancias no podía determinar si el herido era lo
uno o lo otro.
Además, el sacerdote no sabía si el
hombre estaba muerto o vivo y, según la Ley, si tocaba un cadáver o se acercaba
a uno quedaría ceremonialmente impuro. Si se acercaba a menos de unos dos
metros, y el hombre estaba muerto, el sacerdote quedaría contaminado, y para purificarse
le haría falta una semana de ritos religiosos, en la que tendría que comprar un
animal para sacrificar. Durante ese tiempo no podría recaudar ningún diezmo, ni
comer de ello, ni él, ni su familia, ni sus criados.
Si el hombre estaba inconsciente, y
el sacerdote lo tocaba, y el hombre moría poco después, el sacerdote tendría
que rasgar —romper— su ropa, o sea, que luego tendría que comprar ropa nueva
para sustituirla. Así que ayudar a ese hombre no identificable podía salirle
caro. Al final, por el motivo que fuera, decidió pasar de largo por el otro
lado del camino para guardar las distancias con él.
La parábola continúa:
Del mismo modo, también un levita,
cuando llegó al lugar y lo vio, pasó por el otro lado del camino.
El levita, que probablemente
regresaba a su casa después de servir una semana en el templo, hace lo mismo
que el sacerdote. Decide no ayudar.
Lo más seguro es que el levita fuera
consciente de que el sacerdote había pasado al lado del hombre herido. Varios
autores señalan que las curvas del camino que conduce de Jerusalén a Jericó
permiten ver muy adelante. Uno de ellos escribe:
«Todavía hay vestigios de la antigua
vía romana, y un servidor la ha recorrido casi en su totalidad. Uno puede ver
el camino que hay por delante hasta una distancia considerable la mayor parte
del tiempo. Es probable que [el levita], al llegar junto al hombre que estaba
en el camino, se diera cuenta de que el sacerdote también lo había visto y
había pasado de largo».
El levita, por ser de una clase
social inferior a la del sacerdote, posiblemente iba a pie. Aunque tal vez no
habría podido llevar al hombre a ningún sitio, le podría haber administrado los
primeros auxilios, pues no estaba sujeto a las mismas leyes de pureza que el
sacerdote. Si bien tenía que conservarse puro durante su semana de servicio en
el templo, ya no estaba sujeto a esa obligación. Por la redacción de la
parábola, es posible que se acercara al hombre. El sacerdote lo vio y pasó de
largo, pero el levita «llegó al lugar», lo vio y pasó de largo.
No se nos dice el motivo por el que
pasó de largo; pero es posible que, sabiendo que el sacerdote, que conocía
mejor las leyes y obligaciones religiosas, no había hecho nada, supuso que lo
mejor era no hacer nada él tampoco. Una intervención suya se habría podido
interpretar como una crítica de la concepción de la Ley del sacerdote, y se
habría podido considerar como un insulto para el sacerdote.
También es posible que no prestara
ayuda porque temía por su propia seguridad. Los bandidos podían seguir cerca, y
si se quedaba un rato ayudando al moribundo, podía terminar igual que él.
Fueran cuales fueran sus razonamientos, el levita, la segunda persona del
templo, llegó, vio, pasó de largo y no hizo nada.
En este punto del relato, los oyentes originales debían de imaginarse que la siguiente persona que hallaría al hombre sería un judío no religioso. Habría sido totalmente lógico, considerando que se iba en orden decreciente de categoría social: sacerdote, levita, laico. Sin embargo, en este relato Jesús fue mucho más lejos de lo que cabía esperar. La tercera persona que hace su aparición es un samaritano despreciado, un enemigo. Y el asunto se pone peor cuando Jesús cuenta todo lo que este hace por el moribundo, cosas que los religiosos, el sacerdote y el levita, personas que servían en el templo, hubieran debido hacer
Pero cierto samaritano, que iba de viaje, llegó adonde él estaba; y cuando lo vio, tuvo compasión. Acercándose, le vendó sus heridas, derramando aceite y vino sobre ellas; y poniéndolo sobre su propia cabalgadura, lo llevó a un mesón y lo cuidó.
El samaritano, lo más seguro un
mercader que transportaba vino y aceite y que tenía consigo al menos un animal,
probablemente un burro, se compadeció del hombre golpeado. Primero cura sus
heridas. ¿Qué utiliza para eso? No es el servicio de ambulancia de la
localidad; no tiene un botiquín. Quizá, como comerciante, lleva alguna tela.
Tal vez se quita la túnica de lino que lleva como ropa interior y usa eso, o se
quita el turbante y lo usa como venda. Y echa vino y aceite en las heridas para
limpiarlas, desinfectarlas y curarlas.
Además de eso, monta al hombre sobre
su propio animal y lo lleva a una posada, supongo que en Jericó. El sacerdote
podría haber llevado al hombre a Jericó para que lo atendieran. El levita
podría haberle prestado al menos los primeros auxilios. Sin embargo, es el
samaritano quien hace lo que ni el sacerdote ni el levita quisieron hacer.
El samaritano lleva al malherido a un
mesón y lo cuida allá. Si, como se supone, el herido era un judío, el
samaritano se arriesgó mucho al entrar a la ciudad con un judío moribundo sobre
su asno; los parientes del herido podrían haberle echado a él la culpa de lo
ocurrido, y haberse desquitado con él. Por su propia seguridad, habría sido más
prudente dejar al hombre cerca de la ciudad o a las puertas de la misma; pero
él lo llevó a la posada y pasó la noche cuidándolo. Y eso no fue todo lo que
hizo.
Al día siguiente, sacando dos
denarios se los dio al mesonero, y dijo: «Cuídelo, y todo lo demás que gaste,
cuando yo regrese se lo pagaré».
Dos denarios equivalían al salario de
dos días de un obrero. Le dejó dinero al posadero para garantizar que el hombre
recibiera los cuidados necesarios durante su recuperación. En caso de que el
mesonero necesitara gastar más que eso para ayudar al hombre a restablecerse,
el samaritano prometió pagárselo en su siguiente visita. De no haber hecho eso,
el hombre podría haber acumulado deudas por alojamiento, atención y comida, y
en aquel tiempo una persona que no pagaba sus deudas podía ser llevada presa.
El samaritano prometió volver y pagar todo gasto adicional para que el hombre
golpeado estuviera seguro y continuara recibiendo atención.
Probablemente el samaritano tenía
negocios en Jerusalén y con frecuencia pasaba por Jericó cuando iba allá. Como
era un cliente habitual del mesón, es lógico que el posadero se fiara de su
promesa de que volvería y cubriría los gastos adicionales.
Al terminar la parábola, Jesús le
pregunta al intérprete de la Ley:
«¿Cuál de estos tres piensas tú que
demostró ser prójimo del que cayó en manos de los salteadores?» El intérprete
de la Ley respondió: «El que tuvo misericordia de él». «Ve y haz tú lo mismo»,
le dijo Jesús.
La pregunta del intérprete de la Ley
era: «¿Quién es mi prójimo?» Jesús no le respondió de la forma concreta que él
quería, sino que contó una parábola y luego le preguntó quién se había portado
como prójimo del hombre asaltado. El intérprete de la Ley quería una respuesta
categórica y simple, como: «Tu prójimo es todo paisano judío, así como
cualquiera que se haya convertido al judaísmo y todo extranjero que viva entre
ustedes». Si al intérprete de la Ley le hubieran dado una lista así, habría
sabido exactamente a quién la Ley le mandaba que amara. Pero la parábola de
Jesús demostró que no se puede hacer una listita que reduzca las personas que
estamos obligados a amar o que debemos considerar nuestro prójimo. Jesús
aclaró que el prójimo son las personas necesitadas que Dios pone en nuestro
camino.
Puede que el hombre que fue golpeado
y dado por muerto no fuera «legalmente» el prójimo de los dos religiosos; no
era posible saberlo. Pero el levita y el sacerdote estaban más preocupados por
la ley religiosa, los rituales y el deber que por obrar con misericordia y
bondad. Los que servían en el templo, que los oyentes originales habrían
pensado que se compadecerían, no lo hicieron, sino que fue el samaritano, la
persona que los oyentes menos se esperaban que hiciera su aparición, el que se
conmovió. No solo se conmovió en el sentido de que sintió el deseo de ayudar,
sino que su compasión lo impulsó a la acción. Y eso tuvo su costo.
El samaritano se arriesgó al
detenerse a cuidar del hombre malherido en un lugar donde lo habrían podido
atacar también a él. No sabía si los ladrones seguían en las inmediaciones.
Gastó vino y aceite. Rasgó una tela o algunas de sus prendas para vendar las
heridas del hombre. Lo transportó, se pasó la noche atendiéndolo y a la mañana dejó
dinero para que lo cuidaran. Todo eso fueron costosos actos de amor.
Lo último que le dijo Jesús al
intérprete de la Ley fue: «Ve y haz tú lo mismo». Con eso le indicó que era su
pregunta la que no estaba bien. En vez de querer averiguar a quién tenía la
obligación de amar, debería haber preguntado: «¿De quién debo hacerme prójimo?»
Mediante esta parábola Jesús dejó bien claro que su prójimo nuestro prójimo es cualquiera que tenga necesidad, sea cual sea su raza, su religión o su
posición en la comunidad. El mensaje de Jesús es que no hay límites a la hora
de decidir a quién manifestar amor y compasión. La compasión va mucho más lejos
que lo que requiere la ley. Hasta se nos pide que amemos a nuestros enemigos.
En los Evangelios, Jesús siempre
enfatizó más el amor, la misericordia y la compasión que la observancia de
reglas. En vez de concentrarse en lo que se debe hacer, hizo hincapié en cómo
se debe ser. En este caso, compasivo, amoroso y misericordioso con los
necesitados. No solo en intención, sino en acción.
Hacer de prójimo de los necesitados
puede salir caro. El samaritano arriesgó su integridad física. El aceite, el
vino, la tela y el dinero supusieron un costo económico. Lo que hizo le tomó
tiempo, energías y recursos. Amar a los demás es un sacrificio; a veces es
incluso peligroso.
Como cristianos, como discípulos de
Jesús, se nos manda amar al prójimo como a nosotros mismos. No hay reglas
absolutas acerca de quién es nuestro prójimo, pero está claro que cuando el
Señor pone a un necesitado en nuestro camino, lo hace con la expectativa de que
demostremos ser su prójimo.
La parábola nos exhorta a «ir y hacer
nosotros lo mismo», a ser compasivos y amorosos.
Las personas golpeadas con las que
nos encontramos en la vida tal vez no estén medio muertas físicamente a un lado
del camino. Pero son tantos los que necesitan que les manifiesten amor y
compasión, y tener a alguien que los ayude o que esté dispuesto a escuchar su
clamor, para convencerse de que tienen valor, de que alguien los ama y cuida de
ellos. Si Dios te pone a ti en su camino, es posible que te esté llamando a ser
ese alguien.
Puedes manifestar tu compasión
prestando ayuda material o apoyo emocional, ofreciendo tu amistad o ayuda
espiritual. Puedes echar una mano a alguien en aprietos económicos, o brindarle
apoyo moral, o conectarlo con Jesús y Su Palabra.
Cristo nos llama a ser compasivos.
Como hizo con el intérprete de la Ley y los primeros que lo oyeron contar esta
parábola, Él nos exhorta a actuar, a ir y hacer nosotros lo mismo.
Al hacerlo, tengamos en cuenta los
siguientes puntos:
·
El
prójimo al que tenemos la obligación de amar no son solo las personas que
conocemos, o que son como nosotros, o que tienen nuestras creencias. Jesús no
fijó límite alguno en cuanto a quiénes manifestar amor y compasión.
·
Las
diferencias de raza, creencias, estilos de vida y categoría social no deberían
impedirnos amar a los demás.
·
Las
únicas personas buenas no son las de nuestra religión. Hay muchas que tienen
otra fe, o incluso que no tienen fe, y que son amorosas y compasivas.
·
Como
discípulos, como seguidores de Jesús, deberíamos estar llenos de Su amor, y ese
amor debería motivarnos a la acción con respecto a los demás. El amor y la
compasión son el sello distintivo del auténtico cristianismo, son indicadores
de si seguimos los pasos del Maestro.
·
El
amor en acción entraña sacrificio. Para ayudar a otro, uno a menudo tiene que
alterar sus planes. Cuando uno ayuda económicamente a otro, le queda menos para
sí. Ayudar a los demás tiene un costo, pero es parte esencial de amar al
prójimo. Nadie sabrá nunca lo que te cuesta amar al prójimo; pero tu Padre que
está en el Cielo y ve lo que se hace en secreto sí lo sabe, y te recompensará.
Tómate un tiempo para reflexionar
sobre los principios que Jesús presentó en esta parábola.
En ella declaró qué espera de
nosotros en cuanto a amor y compasión, y Sus palabras de cierre para nosotros,
los que la oyen hoy en día, son: «Ve y haz tú lo mismo».
El
buen samaritano, Lucas 10, 25–37
25 Cierto intérprete de la ley se
levantó, y para poner a prueba a Jesús dijo: «Maestro, ¿qué haré para heredar
la vida eterna?»
26 Y Jesús le dijo: «¿Qué está
escrito en la Ley? ¿Qué lees en ella?»
27 Respondiendo él, dijo: «Amaras
al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu fuerza,
y con toda tu mente, y a tu prójimo como a ti mismo».
28 Entonces Jesús le dijo: «Has
respondido correctamente; haz esto y vivirás».
29 Pero queriendo él justificarse
a sí mismo, dijo a Jesús: «¿Y quién es mi prójimo?»
30 Jesús le respondió: «Cierto
hombre bajaba de Jerusalén a Jericó, y cayó en manos de salteadores, los cuales
después de despojarlo y de darle golpes, se fueron, dejándolo medio muerto.
31 Por casualidad cierto sacerdote
bajaba por aquel camino, y cuando lo vio, pasó por el otro lado del camino.
32 Del mismo modo, también un
levita, cuando llegó al lugar y lo vio, pasó por el otro lado del camino.
33 Pero cierto samaritano, que iba
de viaje, llegó adonde él estaba; y cuando lo vio, tuvo compasión.
34 Acercándose, le vendó sus
heridas, derramando aceite y vino sobre ellas; y poniéndolo sobre su propia
cabalgadura, lo llevó a un mesón y lo cuidó.
35 Al día siguiente, sacando dos
denarios se los dio al mesonero, y dijo: “Cuídelo, y todo lo demás que gaste,
cuando yo regrese se lo pagaré”.
36 ¿Cuál de estos tres piensas tú
que demostró ser prójimo del que cayó en manos de los salteadores?»
37 El intérprete de la ley
respondió: «El que tuvo misericordia de él». «Ve y haz tú lo mismo», le dijo
Jesús.
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